Quizás sea cierto: la literatura está saturada del Yo. El principal engaño, sin embargo, es creer que el Yo es un bicho fácil. No lo es. La primera persona sólo garantiza la proximidad de los materiales. Todo lo demás –el brillo, la hipotética potencia intelectual, las frases largas como hiedras– depende de la destreza de sus ejecutantes. Es un poco tarde para esta reflexión. Dentro del Diario de campus, digo. ¿Hay algo más narcisista que un diario? La respuesta es que da igual. El yo que aparece camuflado en novelas o expuesto en las autobiografías y diarios es igual de insoportable.
Releí las entradas del último mes. Noto ciertos patrones: el temor económico de vivir en la Argentina y la “perdida” de las horas vacantes. Para Piglia –aunque no recuerdo dónde lo dice– la academia estadounidense es el equivalente al monasterio medieval. Estoy de acuerdo. Solventé los costos de mis últimos diez años de vida con becas. Viví protegido por estos anchos muros de piedra y saber. Ahora, supongo, desde el mes que viene, escribiré mis cosas como todo el mundo. En los intersticios de la vida. Me tranquiliza esto: llevo varios libros para corregir. Me llevo los huesos de varias novelas. Con un poco de suerte y planificación, nada cambiará demasiado.
Releí esta introducción. Estoy harto de ser un melancólico.
Harper (sábado a la noche)
Lo dejo dicho antes de perderlo: la camino mirando los techos altos, los elementos cuyo nombre desconozco, los ventanales, la iluminación cálida. No lamento carecer de la terminología. Esas palabras de arquitecto tampoco harán lo que estará siempre faltando, que es narrar la emoción. Eso que me pasa, sobre todo ahora, estos días, los últimos, aún transitando este pasillo entre las mesas. Me distraigo rápido, leo quince minutos, escribo diez, dejo mi lugar en la mesa y camino. Nadie roba computadoras. Hace unos meses pusieron libros gratis en los anaqueles. Esto, creo, lo dije. Vuelvo de cada visita con cuatro o cinco libros nuevos. No llevaré todos a Buenos Aires, no tengo lugar. Pero hago acopio. Cosecha del día. Un libro sobre Satie, uno de ensayos de Baremboim, un libro crítico sobre poetas románticos, uno de Lefebvre. ¿Y si filmo? ¿Si mañana traigo la Fuji y hago las cien fotos que nunca hice? Tampoco servirá. En unos años, lo sé, esas mismas fotos no dirán nada, no serán nada. Queda esto, la certeza de una pérdida futura. Podría salir, me invitaron al cine, daban una de Pasolini, pero hace años que no miro películas –lo intento, no lo logro, uso el tiempo en leer a mi velocidad insoportable– y entonces, en cambio, vine a la catedral. Acá estoy, gozándola. Extrañaré este silencio, estas horas en las que quién sabe qué hice. Siempre me quejo. Por qué no leí más, por qué no me leí todo. Respondo: porque escribía. Siempre, sin parar. Escribía confiando. Aún no puedo saber si valió la pena.
De este mediodía
Desperté tarde. Nino tiene mononucleosis. Me envió un mensaje, se lo oía bien. Me llevó un buen rato acomodarme delante del Scrivener para avanzar en Wheeler. Discutí la novela con Kris. Sugiere ir incluso más despacio. Una frase suya, lapidaria: lo que uno ya tiene escrito no importa. Quizás, de mil páginas, haya que tirar novecientas noventa y nueve. El esfuerzo, las horas, las crisis: no son lo que importa. De todos modos, para evitar el atasco –y el posible abandono– prefiero avanzar. Encontrarle una forma satisfactoria (lejos de la ideal) y darle cierre en los próximos doce meses. A las once y media vino Leo a buscar la parrilita (que es de Luis). Me espera a la una para el almuerzo en su casa viendo River-Boca. Escribo con buen viento hasta la una y cinco. Camino mate en mano bajo un sol de primavera rumbo a lo de Belén-Leo. Me anoto un pendiente botánico: buscar el nombre del árbol con flores violetas. No son magnolias. Es una especie que se bifurca hacia arriba como manos de vieja. Y cuyo esplendor cromático parece compensar la imagen fúnebre –troncos raquíticos, bajitos, como carentes de salud– que ostentan el resto del año. El campus está repleto. Otra vez, ¿y si hago fotos?
Ni escribir
Esto significa que la ansiedad se disparó. Sólo la calman las compras online. Intento evitarlas, pero no tiene sentido. Dije algo de esto en La novela amarilla, en la que me mantengo escribiendo a mano, sobre papel marca Office Depot, para demorar la compra de una lapicera (que ya tengo). Es un libro cortito, perfecto para Entropía, que ya entregué a su editor, que es mi amigo, pero también un tipo muy noble. Respeta a rajatabla el orden en el que llegan los manuscritos. Nunca falsea esa regla. Ojalá le guste y decida publicarla. Quiero mucho a ese libro. Estoy tan ansioso –por el regreso, por cuestiones judiciales, por la inminente falta de trabajo– que podría escribir una variación. Pero las compras funcionan. Antes de ayer gasté casi cuarenta dólares en un lápiz a mina Rotring. Llega mañana. También gasté en tres bombillas Stanley (una para regalar). Excitado por tantas ofertas, también compré un termo mediano, de medio litro, en color azul. Y un lápiz a mina Staedler, por Amazon, a ocho dólares. El sosiego dura menos de cinco minutos. Después llegan la culpa, los reproches. Tomos estos apuntes completamente insomne, a la espera de la visita del Rivotril. En un postit –sobre mi escritorio– me puse un recordatorio: hay notas en el celular para dos entradas al diario de campus. En una describo un paseo semi contemplativo por el lago. En la otra critico las rutinas de Alessandro. Las escribiré mañana. Ahora, con semejante ansiedad, sólo puedo cometer decepciones.
Se me pierden los días
Hoy viví bien. Si intento retener alguno de sus detalles es porque recién, en la ducha, noté mi entumecimiento. Quizás porque dormí mal la noche anterior –o más bien, poco– y porque hoy no me sobró energía, me perdí de escribir alguna entrada sobre el campus. Hice, en cambio, mucho más fácil, un video: subido a la bici, a las seis de la tarde, recorrí el Quad. Noté la gente, la dulzura en el aire, las hojas caídas de las magnolias –no entiendo del ciclo de floración, ¿primero la belleza y después el verdor?– cierto bienestar que concede la primera tarde cálida después de un invierno larguísimo. Bajé hasta Powell’s con intenciones de comprar Disgrace, recomendación de Kris (puede servir para Wheeler, dice), estaba cerrado, subí hasta 57th Books, también cerrado, miré el reloj, seis y diez, la Coop también cierra a las seis. Gasto por ansiedad. No necesito más libros. Todavía no terminé el de Bellow (maestro del indirecto libre). La reflexión que intento expresar ahora, tarde, desde la cama, en vez de leer (me distraigo a los pocos minutos, necesito teclear) es que el tiempo acelera, los días se me borran, pronto volveré y no habré escrito nada sobre los últimos días. La percepción se apaga muy fácil. El diario sirve para mantener esa tensión sexual con la existencia. No todas las entradas sirven, ni quedan bien (ni quedan en las versiones finales de los diarios). Pero el acto de reponer lo vivido –la lluvia de pétalos de un árbol desconocido que caía como nieve benévola sobre la 57th, por ejemplo– significa que no perdí las ganas de vivir.
Higiene
Anoche usé la higiene como política literaria. Si aspiro a escribir con dignidad estos últimos veinte días, entonces hace falta limpiar un poco. Llegué a casa a las ocho después de hablar una hora y veinte sobre Foucault para clientes privados. (No fue nada mal, la clase está grabada). Tuve que planear los pasos, como un plan quinquenal. Primero hice la cama. Eso provocó una diáfana pampa de blancura ávida de recepción de objetos. Sobre la cama impecable puse la ropa limpia (que dormía en la secadora). Doblé, guardé, etcétera. Acto seguido, escoba en mano, despejé polvo, pelos y sustancias. Continué con un repaso del escritorio. Primero lo despejé (otra vez, la cama sirvió de lienzo organizacional) pasé un trapo con un producto fragante hasta que la falsa madera brilló. Reorganicé libros, libretas, cuadernos, elementos electrónicos, útiles escolares. Siempre me causa sorpresa lo fácil que es limpiar: el parecido con la escritura. De pronto tenía un escritorio, una cama invitante, una mesita de luz sin medicamentos, el piso despejado. Coroné la satisfacción yéndome a Crown. Entrené de nueve a diez y cuarto. Cuando llegué, mi hotélica habitación me provocó un intenso orgullo adulto.
Fetiche
Imagino (para estos días) un gran finale: que camino por el campus y de pronto lloro, lloro mucho, lloro y abrazo los edificios, los cerezos, las gárgolas, una ardilla, los robles, los ventanales de Harper, y que ese llanto me concede –de golpe y de manera simultánea– paz y equilibrio. Le debemos el fetiche de la epifanía al cine. Al mal cine. Las despedidas son mucho más rústicas. Abunda la torpeza, el apuro logístico, el fastidio. No hay lugar para la emoción. Sin embargo, imagino, añoro, quiero ese llanto total, ese decir adiós con los órganos. Pero la ansiedad, que se enciende con la vigilia y no se apaga en todo el día, inhibe la despedida. Ya tengo un pie, medio cerebro, media alma en Buenos Aires. Aunque tengo los días prácticamente libres –salvo algunos llamados y obligaciones– me siento atareado, sin tiempo.
Clandestinidad
Me agrada estar dentro de la Universidad cuando no hay nadie. Permanezco de canuto, leyendo Bellow, escribiendo mi diario, y en un rato, cuando haya saciado las primeras urgencias, escribiendo la novela de Wheeler. Siempre vinculé la literatura a la clandestinidad. Como si su núcleo fuera la desobediencia. En todos estos años, más que para decir algo sobre algún tema, escribí libros para no volverme normal. Para no me indicaran cómo vivir. Quizás fue un acto de rebeldía estúpido. ¿Por qué no me dediqué, como la gente a mi alrededor, a hacer plata? Creí que escribiendo “resistía”. Lo digo entre comillas (disculpas) porque no puedo expresarme mejor. ¿Resistía contra qué? No sé. Contra un empleador, contra una idea de progreso y de futuro. En todos mis empleos, en todo momento, yo malversaba el tiempo escribiendo cuentos, novelas, cosas. Mis cosas. No tengo claro qué hice. Me hubiera encantado fundar un género, una modalidad. No fundé nada. Más bien fundí.