Hace tiempo también, no podría decir cuánto, quizás más de dos o tres años, que mi poder de concentración, como creo haber dicho, se convirtió en fuente de preocupación. Si hacer arte significa hacer foco –nunca lo expresé así, pero creo que me convence– entonces hace bastante tiempo que el arte se me escapa porque el foco se me volvió imposible. Las terapias matutinas son una respuesta a eso. No me las recomendó nadie. Fue más bien un impulso de higiene espiritual. No es la primera vez que alguien se sienta a escribir para sanarse, y este no es el momento para ponerse a indagar en prácticas estoicas o cristianas. Es probable que me esté repitiendo, pero tengo una buena razón para hacerlo: la pérdida de foco, ese devenir enclenque de una mente sometida a la sobreestimulación. Si empiezo el día escribiendo mi estado de ánimo mejora notablemente. Pero tiene que ser, de manera taxativa, como ocurre esta mañana, en la cocina de mi casa helada, sentadito ante una mesa de metal, y oyendo el susurro del gas encendido para darme calor, tiene que ser, decía, la primera actividad del día. (Perdón por las itálicas). Si reviso un mensaje, si leo las noticias ––cosa que no hago con la regularidad que me gustaría–– si atiendo un llamado o respondo un email, toda esa energía retenida en el cerebro durante el sueño se malversa. Para que funcione, como si fuera una muestra de orina, tiene que ser lo primero y lo único que haga durante esos minutos fundamentales que le siguen al sueño. Así hice esta mañana. Más allá de los resultados, que aún no puedo evaluar –es demasiado prematuro ponerse a leer lo que uno apenas está escribiendo– el efecto es el de ganarle a la época.
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El riesgo que corren todas las entrenovelas es convertirse en diarios. Esto es un problema cuya gravedad no puedo acentuar lo suficiente. Conozco muy bien el diario. La entrenovela, sin embargo, debe diferenciarse. Su función es la espera y no la acumulación. Si pudiera definir el género ––y creo que puedo, dado que soy también el fundador–– la entrenovela no debe permitirse el desparpajo (tan común en estos días) de contar la propia vida. El Yo se mete en todas partes. En cierta medida, es imposible que el Yo no asome de una u otra manera. No estoy defendiendo la despersonalización ni la objetividad. Digo otra cosa que en mi mente veo con total claridad, pero que esta mañana, no sé por qué, no puedo expresar con un mínimo de coherencia. El diario es un galpón, un depósito, un ministerio con puertas perpetuamente abiertas. El diario tiene un apetito inmenso, tiende a la obesidad y en pocos tiempo –un mes, dos– su tamaño lo vuelve ingobernable. Lo digo porque lo practico. Llevo diarios desde el año 2006. No podría vivir sin el diario, o mejor dicho, si no tomo apuntes en el diario, siento que no vivo. Pero, por este mismo motivo, la entrenovela debe ser otra cosa. La entrenovela celebra la vagancia. El diario, en cambio, a mi modo de ver, es hiperactivo. Doy un ejemplo. Ayer, ante una duda sobre un estudio médico, consulté el diario. La duda era puntual. La fecha en que me realicé un estudio específico, un Doppler renal con un médico de apellido alemán amigo de mi madre, el doctore Christian S., un tipo amable y parco como una lápida. En el diario encontré el reporte completo. El estudio tuvo lugar el dos de julio de 2024. S. esa mañana me trató bien, quizás porque entré al consultorio con mi madre, su colega histórica. Además, y esto era lo más importante, y a lo que dediqué buena parte de la entrada, el estudio dio normal. Cada tanto, una vez al año, a veces dos, me hago ver los riñones por el doctor de apellido alemán. Tengo una tendencia a la presión arterial elevada. Aunque no debería meterme en temas médicos, porque si empiezo me cuesta frenar. Si en la entrenovela lo importante es la espera, el sosiego y el descanso, entonces convendría dejar a los médicos afuera.
parco como una lápida